martes, 1 de marzo de 2022

Rusia/Ucrania: Una guerra para hacer más ricos a quienes ya lo eran 

Alemania, la gran superpotencia y adalid de las democracias europeas, está dispuesta, con el beneplácito del partido político de «los Verdes», ahí es nada, como diría el poeta, a gastarse por lo bajo, 100.000 millones de euros en armamento. Se dice que por aquello de que «Cuando las barbas de tu vecino veas afeitar, pon las tuyas a remojar», o simplemente, por «Si las moscas». A la que seguirán, cómo no, otros países del conocido «Viejo continente.»

Demasiado, como obsoletas son tantas cosas de este hipermoderno mundo, y motivo de reflexión para quienes creían, de la mano del neoliberal norteamericano Francis Fukuyama, en el «Fin de la historia y el último hombre». (Quien deja de lado el poder de las pulsiones se la juega por poco que viva). Los desheredados de este mundo, los que mueren por falta de medios para combatir la enfermedad, los suicidas por malestares que no solo ellos generan…, y quién ignora «las colas del hambre», así como a gente, viudas incluidas, que malviven con salarios y prestaciones de miseria. Mientras tanto el caldo gordo es para los magnates de la industria farmacéutica y armamentista. Tan conocido es esto como la sentencia que el escritor latino del siglo IV-V d.C., Flavio Vegecio Renato nos legó en su Epistoma re militari: «Si vis pacem, para bellun», (Si quieres la paz, prepárate para la guerra).

Freud, en las líneas finales de un trabajo de 1915, «Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte» escribía, «Soportar la vida es, y será siempre, un deber fundamental de todos los vivientes. Y añadía, «Si quieres conservar la paz, prepárate para la guerra». Por lo mismo, el primer psicoanalista modificaba el lema de Vegecio, «Si vis vitam, para morten. Si quieres soportar la vida, prepárate para la muerte». Nada tiene que ver esta idea freudiana, quizá cabe indicarlo, con los consejos que caracterizan al estoicismo, y no solo porque esta y otras antiguas filosofías morales son el antecedente de los imaginarios intentos de reparar maltrechas conciencias tan al gusto de los actuales libros de autoayuda.

Y cómo no recordar, más aún en estos aciagos días, las palabras del genio vienés en el «Estudio psicoanalítico sobre el presidente Thomas Woodrow Wilson», libro publicado en Londres el año 1967, por tanto, una obra póstuma del descubridor de las leyes que rigen cuanto piensa, desea y hace el sujeto humano, que en aquella ocasión tuvo la colaboración del jurista norteamericano Willian Cristian Bullitt: «Locos, visionarios, víctimas de alucinaciones, neuróticos y lunáticos, han desempeñado grandes papeles en todas las épocas de la historia de la humanidad, y no sólo cuando la casualidad del nacimiento les legó la soberanía. Habitualmente han naufragado haciendo estragos, pero no siempre. Personas así han ejercido una influencia de gran alcance sobre su propio tiempo y los posteriores, han dado ímpetu a importantes movimientos culturales y han hecho grandes descubrimientos. Han sido capaces de alcanzar tales logros, por un lado, con la ayuda de la porción intacta de sus personalidades, es decir, a pesar de sus anormalidades; pero, por otro lado, son a menudo precisamente los rasgos patológicos de su personalidad, la unilateralidad de su desarrollo, el refuerzo anormal de ciertos deseos, la entrega a una sola meta sin sentido crítico y sin restricciones, lo que les da el poder para arrastrar a otros tras de sí y sobreponerse a la resistencia del mundo. Tan frecuentemente está la gran realización en compañía de la anormalidad psíquica que uno siente la tentación de creer que son inseparables. Sin embargo, contradice esta suposición el hecho de que en todos los campos de la actividad humana se pueden encontrar grandes hombres que cumplen los requisitos de la normalidad. Con estos comentarios esperamos haber aquietado la sospecha de que este libro sea otra cosa que un estudio psicológico de Thomas Woodrow Wilson. Pero no cabe negar que, en éste como en todos los casos, el conocimiento más íntimo de un hombre puede llevar a una estimación más exacta de sus realizaciones.» 

José Miguel Pueyo. Girona, (Catalunya, Spain), 26 de febrero de 2022.

 

Fiodor Dostoievski

El 9 de febrero de 1881, a las 8:30 de la noche muere a los 59 años en San Petersburgo, a causa de una hemorragia pulmonar asociada a un enfisema y un ataque epiléptico. Su féretro fue acompañado por 30 mil personas hasta el monasterio de Alexandr Nevski, donde recibió cristiana sepultura. El epitafio grabado en su tumba dice: "En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, produce mucho fruto"

Evangelio de San Juan 12:24

Stefan Zweig escribe:

Muere Dostoievski. Un escalofrío recorre Rusia. Un momento de duelo silencioso. Mas luego se convierte en un torrente: de todas las ciudades, aun las más lejanas, acuden delegaciones simultáneamente y sin acuerdo previo para rendirle el último tributo. De todos los rincones de «la ciudad de las mil casas» se levanta como la espuma — ¡demasiado tarde, demasiado tarde!— el amor extático de la multitud, todos quieren ver al difunto que en vida habían olvidado. La calle de los Herreros, donde se ha instalado la capilla ardiente, hierve de gente enlutada, un gentío grave sube lentamente y en estremecido silencio las escaleras de la casa obrera y llena las angostas habitaciones hasta tocar el ataúd. Al cabo de unas horas ha desaparecido el festón que lo cubría, porque cien manos se llevan flores como precioso recuerdo. La atmósfera del pequeño aposento se hace tan sofocante, que las velas no tienen aire con que alimentarse y se apagan. Cada vez es más numerosa la multitud que se apretuja en un constante flujo y reflujo ante el cadáver. El ataúd se balancea a causa de la afluencia y está a punto de volcarse: la viuda y los asustados niños tienen que sostenerlo con las manos. El jefe de policía quiere prohibir el entierro público, porque los estudiantes planean llevar las cadenas del presidiario detrás del féretro, pero finalmente no se atreve a oponerse a un entusiasmo que sólo con las armas se vería capaz de contener. Y en la comitiva fúnebre se hace de repente realidad por una hora el sagrado sueño de Dostoievski: la Rusia unida. Así como en su obra todas las clases y condiciones sociales de Rusia se unen gracias al sentimiento de hermandad, también los cientos de miles de ciudadanos que acompañan su féretro son una sola masa gracias a su dolor común; jóvenes príncipes, fastuosos popes, obreros, estudiantes, oficiales, lacayos y mendigos, todos lloran con un solo clamor al querido difunto bajo un ondeante bosque de banderas. La iglesia en que se celebran sus exequias es toda ella un jardín de flores, y ante su tumba abierta todos los bandos se unen en un juramento de amor y admiración. Así, en su hora postrera, Dostoievski obsequia a su pueblo con un momento de reconciliación y contiene por última vez, con fuerza demoníaca, las rabiosas contradicciones de su época. Y como una grandiosa salva en honor del difunto estalla tras su paso la espantosa mina: la revolución. Tres semanas más tarde el zar muere asesinado, retumba el trueno del alzamiento, los rayos de la represión sacuden el país: como Beethoven, Dostoievski muere en medio del sagrado tumulto de los elementos, en medio de una tempestad.

















 

A los 82 años de la muerte del descubridor de las leyes psíquicas que rigen nuestra vida

La anexión nacionalsocialista de Austria no dejó indiferentes a algunas personalidades de la época respecto a la suerte que podía correr Freud, y merced a su ayuda el genio vienes pudo pasar sus últimos días, concretamente hasta el 23 de setiembre de 1939, fecha de su óbito, en el número 20 Maresfield Gardens, en Londres.

Antes de la partida al exilio doloroso, la Gestapo requirió de Freud la firma de un documento en el que aseguraba que el régimen nazi lo había tratado «con todo el respeto y consideración debido a su reputación científica y que podía vivir y trabajar en plena libertad». Antes de partir hacia la capital londinense, el primer psicoanalista agregó al documento la irónica frase «Recomiendo encarecidamente la Gestapo a todos». Al parecer a los nazis les pareció gracioso el chascarrillo.