Hasta con la parca en el cogote
y otras consideraciones sobre el narcisismo
La ciencia y el hombre no se salvan de las
críticas de algunos intelectuales, no pocos desengañados de una y de otro y en
los que no cuesta advertir una falsa inquietud ante la inconmovible parca. Pero
como se sabe, ante ese auténtico amo que es la muerte, cada cual se emborracha
con lo que quiere y/o puede.
Por lo mismo, no cabe subrayar hoy que el
hombre es un lobo para el hombre, tal como lo presentaba el padre del moderno
absolutismo político, el filósofo inglés Thomas Hobbes (1588-1679). El desengaño
al que me referiré viene de lejos. Tanto es así que se haya en el centro de la
religión y no se reconoce menos en el discurso de los agentes de la filosofía
moral de la Hélade.
En primer lugar, es dable señalar que algunas eventualidades,
cabe suponer de orden intelectual cuando no de carácter incluso más personal, se
encuentran en libros como Un buen morir,
(Editorial Pax México, 2003), de Daniel Behar; El diario de un anciano averiado, (Literatura Random House, 2015), de
Salvador Paniker; Shangri-La: el elixir
de la juventud, (Planeta, 2016), novela autobiográfica y filosófica de
Sánchez Drago; en la misma línea se encuentra el autorretrato de Josep Maria
Espinàs, I la festa segueix, (La
Campana, 2009); o los últimos libros del británico Julian Barnes, Niveles de vida (Anagrama, 2012) y Sentido de un final, (Anagrama, 2014),
con el que obtuvo el premio Man Booker; así como el más reciente de Lluis
Racionero, Espiritualidad para el siglo
XXI, (Anagrama, 2016).
Es cosa por demás conocida que los años no
perdonan. Así es también, quizá incluso un poco más, para intelectuales como
los que acabo de mencionar. (Daniel Behar camina a su paso más allá del ecuador
de la vida; Salvador Paniker, nació el 1 de marzo del año 1927; Sánchez Drago
va por los ochenta años edad; Josep Maria Espinàs está a punto de cumplir los
90; Julian Barnes, dio su primer grito en Leicester,
allá por el año 1946; mientras que Lluis Racionero, vio la luz en la Seo
de Urgel el 15 de enero de 1940).
El hecho cierto es que ante la posibilidad de
reconocerse en el Averno, estas y otras personas, a imitación de antiquísimos
maestros de la espiritualidad a los que siguen a pies juntillas, anhelan no
morir nunca.
Ríanse
ustedes de la imaginación de los egipcios para conjurar desaparecer para
siempre
Aludo a los esfuerzos de los eruditos de las
Dos tierras, y no tanto al esfuerzo físico, pues esta pesada carga recaía en
los esclavos, en su mayor parte hebreos, y cuya relación, textos sagrados y
pirámides, debían servir para vida después de la muerte. Cierto, pero sólo a
unos pocos.
En la Hélade, más de mil años después de
sacerdotes del país del Nilo, encontramos a uno de los primeros pensadores
griegos obsesionados por el sentido de la vida respecto a nuestro destino tras
el periplo en el mundo conocido. Era un samio de larga cabellera que respondía
al nombre de Pitágoras (569-475).
Al gran matemático y padre del panteísmo
originario, esto es, de la idea de que Todo es Uno y que nunca desaparecemos en
tanto que tras la muerte y después de una serie de purificaciones nos
reintegramos en el Uno, le siguió, pese a las diferencias en lo político, otro
insigne metafísico, Platón (427-347). A la imaginación de Platón debemos la
creación un más allá o mundo suprasensible, mundo en el que imaginó que habitaban
las excelsas Ideas, matriz ideal del mundo fenomenológico. Plantón dio un paso
más en su delirio al inventar una Alma para el mundo (Alma del mundo),
entelequia de la que el alma individual –excepto en las mujeres, pues para el
fundador de la Academia, a semejanza de los animales irracionales, la mujeres
carecían de alma– era una partícula desprendida del Alma del mundo.
De Dios
ha muerto al deseo de inmortalidad
Obsoleto es uno de los calificativos que merece
la consigna que presentó Friedrich Nietszche (1844-1900) en La gaya ciencia (Die fröhliche Wissenschaft, 1882) «Dios está muerto.»
Así es al menos porque otras formas de
divinidad habían imaginado los hombres que precedieron al filósofo bávaro;
mientras que hoy son cada menos el número de personas atribuyen a Dios la
estética del sin igual Miguel Ángel (1475-1564) de la Capilla Sixtina. Más lo
que no comulgan con los preceptos vaticanos, no por eso dejar de tener algo en
común con los seguidores de Pedro: el deseo de inmortalidad.
No hay
que temer a la muerte
La razón no es complicada para los
espiritualistas, si bien algunas personas, entre las que me encuentro,
reconocen en su respuesta un anhelo tan imaginario como narcisista.
Cierto es que tampoco en este ocasión cabe
generalizar. Piensen por un momento en un sujeto abducido por las imaginarias tesis
panteístas de Pitágoras. La vida de esa persona estará determinada por la
ascesis de la renuncia. Así es por la necesaria purificación del alma
individual, por lo que asumirá preceptos de todo tipo, desde la renuncia a los
placeres de la carne hasta el ejercicio físico pasando por rigurosas normas
dietéticas. Y si aún así su alma y su cuerpo no se han purificado, el sujeto en
cuestión se reencarnaba en otra persona u animal, hasta que ya purificado
formaba parte de la Divina Razón Cósmica y será, como el mismo Pitágoras decía
«como dioses.»
José
Miguel Pueyo