SIN DIVÁN
La sexualidad según la psicóloga gestaltista Mireia Darder
Pensar, como lo hace la psicóloga gestaltista Mireia Darder, que la mujer de nuestros días necesita que le digan que están diseñadas para tener placer sexual, indica un desconocimiento más que profundo de los cambios sociohistóricos acaecidos en ese asunto y, por otra parte, constituye una grave ofensa a la inteligencia de la mujer, tanto más porque Darder les dice «que tienen otras posibilidades que el matrimonio». Mas la afrenta es también a la cultura.
Esta psicóloga elude la autoría de tesis que alguien podría suponer
erróneamente que son suyas, como «todos… somos bisexuales». (Tesis freudiana
que habla del camino de la libido en el desarrollo de la criatura humana merced
al modo en que en el temprano tiempo del complejo de Edipo se efectuó la
Función-del-Padre).
El discurso de esta psicóloga es ideológico en tanto que
propone que su deseo se realice en las mujeres; y por si esa malsana práctica
clínica no fuese suficiente para llevar a las personas a lo peor, argumenta sus
trasnochadas propuestas con razones descontextualizadas, como «la monogamia la inventaron
los romanos cuando comenzaron a tener propiedades y necesitaban dejarlas en
herencia».
En resumen, discurso del Amo (aseveración y mandatos superyoicos), atentado contra la epistemología e ideología (descontextualización histórica, de los logros del movimiento feminista, de la liberación de la histérica y de la mujer por el psicoanálisis, etc., etc.) es lo que el lector podrá advertir en Nacidas para el placer. Rigden Institut Gestalt. Barcelona: 2014. (Por cierto, el subtítulo del libro es Instinto y sexualidad en la mujer, lo cual deja claro que la autora desconoce algo tan básico, fundamental y esencial como es que la mujer, tanto como el hombre, no tienen, a diferencia de los otros animales, instintos sino pulsiones).
En resumen, discurso del Amo (aseveración y mandatos superyoicos), atentado contra la epistemología e ideología (descontextualización histórica, de los logros del movimiento feminista, de la liberación de la histérica y de la mujer por el psicoanálisis, etc., etc.) es lo que el lector podrá advertir en Nacidas para el placer. Rigden Institut Gestalt. Barcelona: 2014. (Por cierto, el subtítulo del libro es Instinto y sexualidad en la mujer, lo cual deja claro que la autora desconoce algo tan básico, fundamental y esencial como es que la mujer, tanto como el hombre, no tienen, a diferencia de los otros animales, instintos sino pulsiones).
(Traducción al catalán)
Pensar, com ho fa la psicòloga gestaltista Mireia Darder,
que la dona dels nostres dies necessita que li diguin que estan dissenyades per
tenir plaer sexual, indica un desconeixement profund dels canvis sociohistòrics
esdevinguts en aquest assumpte i, d'altra banda, constitueix una greu ofensa a
la intel·ligència de la dona, i més perquè Mireia Darder els diu «que tenen
altres possibilitats que el matrimoni». Tanmateix, l’ofensa és també a la
cultura. Aquesta psicòloga eludeix l’autoria de tesis que el lector podria
suposar erròniament que són d’ella, com «tots… som bisexuals». El discurs
d'aquesta psicòloga és ideològic ja que proposa que el seu desig es realitzi en
les dones, i ho argumenta amb raons igualment ideològiques i
descontextualizades, com «la monogàmia la van inventar els romans quan van
començar a tenir propietats i necessitaven deixar-les en herència». En resum,
discurs de l'Amo, atemptat contra l'epistemologia i ideologia és el que el
lector podrà advertir a Nascudes per al
plaer. Rigden Institut Gestalt. Barcelona: 2014. (Per cert, el subtítol del
llibre és Instint i sexualitat en la dona,
la qual cosa deixa clar que l'autora desconeix quelcom tan bàsic, fonamental i
essencial com és que la dona, tant com l'home, no tenen, a diferència dels
altres animals, instints, sinó pulsions).
José Miguel Pueyo
Girona, 19/3/2014
José Miguel Pueyo
Girona, 19/3/2014
Sobre algunos modos emotivoconductuales
de comprender la estupidez y de ser felices,
según la psicóloga Paz Torrabadella
Con la que está cayendo quién se atrevería a decir que «coleccionamos excusas para sentirnos infelices». Por sorprendente que pueda parecer no se trata de un gazapo, pues sin necesidad de entrar en más detalles, esa consideración aparece en dos ocasiones, una en la cabecera y otra en el cuerpo de la entrevista que la periodista Ima Sanchís, hizo a la psicóloga Paz Torrabadella. (La Contra. La Vanguardía, jueves 10 de marzo de 2011), con ocasión de la publicación de su libro Estupidez emocional. Editorial Vía libro. Barcelona: 2011.
Quizá la explicación a
algunas de las ideas que recoge este libro haya que buscarlas en el pensamiento
del que parece ser uno de los maestros de la autora, Albert Ellis, fundador,
junto con Aaron Beck, de la psicología cognitivo conductual, y creador él mismo
de una de las terapias que se ofertan en el mercado de la salud mental y del
llamado desarrollo personal, la Terapia Racional Emotivoconductual (TREC).
Podría ser así porque contra el «debería haber hecho esto o aquello, y como no
lo hice me excuso», todo indica que entiende que lo racional y positivo sería
decir «acepto que no lo hice, pero aun tengo tiempo de hacerlo, y debo pensar
que en realidad no lo necesito para estar contento y satisfecho». Se trata de
un programa que tiene su fundamento teórico en uno de los conceptos mayores de
la psicoterapia de ese clínico estadounidense, la «terribilitis», esto es, la
creencia de que los padecimientos de una persona, desde la ansiedad hasta la
depresión pasando por las obsesiones, la inseguridad y la insatisfacción,
obedecen a que esa persona «terrabiliza». Según Albert Ellis, enfermamos,
sufrimos o nos comportamos estúpidamente por la tendencia a valorar las cosas
que nos suceden como terribles, así como porque no conocemos su verdadero
alcance y, sobre todo, porque no aceptamos nuestros errores y gastamos toda
nuestra energía en excusarnos. El tratamiento, en buena lógica con esas
conjeturas, consiste en persuadir al paciente mediante razonamientos que lo
mejor que puede hacer para resolver sus inquietudes o las conductas estúpidas
es no ponerse nervioso, tener calma, mantener la tranquilidad frente a toda
adversidad, entender, en suma, que nada es demasiado terrible, y, por supuesto,
que lejos de negar las debilidades debe aceptarlas, pues en la aceptación está
la clave de la resolución de los problemas. Esta idea central del tratamiento
racional emotivo conductual no deja de ser lógica, pero también antigua y como
se habrá advertido muy elemental; y, en realidad, no estaría mal si pudiera
resolver algo más que lo que el sentido común o la persuasión resuelven, que
como se conoce es muy poco. Resumiendo, no negar lo que nos sucede, conocerlo
racionalmente y aceptarlo, aunque puede ser un buen comienzo, no es suficiente;
y el camino, a diferencia de lo que propone Paz Torrabadella, no es acoger las
cosas con humor, el autocontrol emotivo-racional y menos aun esperar de los
otros una intuición clarificadora.
La época y la cultura, así
como la idiosincrasia de las personas tienen un papel relevante a la hora de
calificar de estúpido a algo o a alguien. Se trata de un capítulo básico y
esencial cuyo desarrollo se echa en falta en este libro, lo que impide que el
lector reconozca la luz que aporta al estudio de la estupidez, las excusas y la
felicidad los estudios históricos y transculturales. Una nota tanto sólo sobre
la estupidez según las épocas, así como indicar que existen excusas de muy
distintas clases, y, en fin, que esa palabra recoge acepciones que hablan del
comportamiento humano no sólo en diferentes momentos de la historia sino
también en distintos momentos de la vida de una persona, hubiese dado un tono
de realidad a este trabajo. Y no menos meritorio habría sido indicar que no es
habitual provocarse los síntomas de una enfermedad, lo que se conoce como
Síndrome de Munchausen, y que las personas no suelen ir simulando dolencias
para obtener algún beneficio como evitar un trabajo o conseguir una
compensación económica; tanto más porque en los tiempos actuales, aunque quizá
no menos que en otros, las desgracias y los padecimientos aparecen sin
necesidad de que uno se los provoque.
Como dice Paz Torrabadella
la vida tiene una dosis de sufrimiento. Lo que elude es que en eso repite a
Freud; y no está acertada cuando afirma que el sufrimiento se encuentra en la
enfermedad y en la muerte. Como antes fue la psicopatología, ahora es la
clínica diferencial la que enseña, cierto es que de la mano de Freud, que no
todo en el síntoma neurótico es sufrimiento. El síntoma neurótico es bifásico,
ya que la cara consciente, que corresponde al sufrimiento, no es sin cara la
inconsciente, que corresponde a lo que llamamos goce porque remite al perdido
en la infancia y reencontrado en el retorno de lo reprimido que es el síntoma.
En cuanto a la muerte, baste indicar aquí que para muchos constituye una
liberación del sufrimiento; y que se la puede buscar, todavía hoy, por aquello
que promete la religión del Libro: el goce absoluto y eterno.
El lector de este libro sin
duda hubiera agradecido otro de los factores que habría arrojado luz a las
cuestiones que plantea, como es que ante la insatisfacción que caracteriza al
deseo y otros avatares de la naturaleza humana, lo que desde hace muchos siglos
y aun milenios hacen las personas es procurarse algún lenitivo, esto es, un objeto-excusa-justificación
para soportar la vida, como se dice, y hoy más que nunca para suturar la herida
narcisista que muchos tuvimos la suerte de sufrir en la más tierna infancia. La
expresión «Si Dios no existiera habría que crearlo» denuncia la precariedad,
también emocional, del hombre, así como lo que tenemos en común con nuestros
congéneres. Trátase de una falta estructural que se manifiesta en la salud
tanto como en la enfermedad, pues es la causa de la insatisfacción que
caracteriza al deseo, el gran y auténtico motor de cuanto existe. La falta por
la que vive el deseo explica la necesidad de lenitivos, los cuales constituyen
tentativas imaginarias, como acabo de indicar, para suturar la herida
narcisista que supuso la separación del alienante abrazo materno y la pérdida
de la primera experiencia de satisfacción. Entonces, la fórmula «Coleccionamos
excusas para sentirnos infelices», podría ser transformada en «Coleccionamos
excusas para sentirnos felices», puesto que todos buscamos excusas, esto es,
paliativos y apoyaturas para poder vivir la vida que nos ha tocado en suerte.
Eso es lo único que a los humanos nos está permitido encontrar; aunque hay
excusas y excusas hay, como dice el poeta y quien no lo es tanto. En otros
términos, lo que coleccionamos son excusas, sí, pero en el sentido de que en la
realidad no existe otra cosa, ya que está conformada por objetos imaginarios.
Mientras que sólo el amor-pasión nos hace creer que algo de la realidad es lo
Real del goce perdido. Es al lugar de la falta, al lugar vacante del que
perdimos en el tiempo lógico del complejo de Edipo, conocido desde Lacan como
objeto a, el objeto perdido para siempre y que por esa razón se constituye en
causa del deseo, que vienen las excusas de todo tipo y los objetos imaginarios,
o sea, las satisfacciones sustitutivas de lo perdido. He aquí, en la realidad,
bien plantadas las aficiones, el arte, el amor por esto o aquello, las
gratificantes relaciones sociales, el ansia de tener más dinero, o ser mejor en
esto y aquello, la religión, una ideología política, etc, etc., objetos,
discursos y personas que nos reconfortan de la insatisfacción del deseo y de la
herida narcisista. En fin, son estos y otros objetos los que nos hacen creer
que estamos más plenos, con ellos nos imaginamos más satisfechos y más
realizados, más felices, nos sentimos mejor, como habitualmente se dice. Sin
embargo, algunas personas sufren sin saber que sufren la verdad. Son aquellos
que no quieren más excusas, que aborrecen los objetos imaginarios. Es como si
supieran que los objetos de la realidad son sustitutos del perdido para
siempre; y al no aceptar el trueque se desvinculan de la realidad, pues para
ellos esos objetos han perdido el brillo que habitualmente sugestiona,
podríamos decir que engaña o engatusa al sujeto supuesto normal.
Es, pues, en estos casos cuando la pretendida excusa «todo es una mierda» se revela con toda su rotunda verdad estructural. En este punto tal vez habría que indicar que el psicoanálisis no es una terapia revolucionaria sino una cura subversiva, tan subversiva como lo es el sujeto humano respecto al medio sujeto de la psicología cognitivo conductual por agotarlo en el yo consciente; y que tampoco es un tratamiento de la adaptación a la realidad o de la sublimación, pues el psicoanálisis renuncia a ese engaño al entender que la única y auténtica vía de liberación emocional es revelar de qué se queja en verdad la persona que nos pide ayuda para su malestar. Por consiguiente, la estupidez emocional no es la causa del sufrimiento, como pretende esta psicóloga, sino un efecto más de la conformación de la subjetividad en la historia familiar.
Es, pues, en estos casos cuando la pretendida excusa «todo es una mierda» se revela con toda su rotunda verdad estructural. En este punto tal vez habría que indicar que el psicoanálisis no es una terapia revolucionaria sino una cura subversiva, tan subversiva como lo es el sujeto humano respecto al medio sujeto de la psicología cognitivo conductual por agotarlo en el yo consciente; y que tampoco es un tratamiento de la adaptación a la realidad o de la sublimación, pues el psicoanálisis renuncia a ese engaño al entender que la única y auténtica vía de liberación emocional es revelar de qué se queja en verdad la persona que nos pide ayuda para su malestar. Por consiguiente, la estupidez emocional no es la causa del sufrimiento, como pretende esta psicóloga, sino un efecto más de la conformación de la subjetividad en la historia familiar.
En la línea de los libros
de autoayuda, el que hoy sucintamente comento promete presentarnos lo que
necesitamos para protegernos de la estupidez y superarla. Sin embargo, si algo
queda claro en ese trabajo es la fe de la autora en esa mitad del sujeto humano
que, como acabo de apuntar, es el yo consciente, así como en la persuasión
racional como procedimiento terapéutico. Obviar las causas inconscientes de los
problemas de las personas a las que se pretende ayudar, la formación de los
síntomas y su función, es, desde el punto de vista del psicoanálisis, una
manera como otra cualquiera de condenar a esas personas a las ataduras que les
impiden progresar. Nada puede la racionalización de un problema psíquico contra
su razón etiológica, y, por supuesto, menos aún ser consciente de cómo me
siento para controlar el problema, como se nos dice siguiendo en esta ocasión
una idea del creador de la terapia bioenergética y seguidor de Wilhelm Reich,
Alexander Lowen, ya que entendía que la felicidad era la conciencia de la
propia mejora. De cualquier forma, compartir, poner en común temas personales
con otros, puede estar bien y es lo que de ordinario ocurre alrededor de una
mesa, pero lejos de ser una gran herramienta terapéutica, como nos dice esta
psicóloga, lo que suele producir es una identificación al ideal del otro, al
ideal del semejante, o nada, y sobre todo nada que tenga que ver con la verdad
como causa de lo que uno es y de la razón por la que sufre. Contra la
imbecilidad, la tontería y los problemas psíquicos, nada puede la intuición y
la buena fe de los consejos; y es la clínica la que advierte que con esas
herramientas lo desaparecido retorna habitualmente con otra forma y en
cualquier momento.
Así suele ocurrir cuando se
omite que algunas personas han dicho cosas no triviales sobre el sufrimiento,
la felicidad y la estupidez. En realidad, hubiese bastado con leer las tres
primeras páginas de El malestar en la cultura, 1929 [1930], de Freud, para
advertir que muchas de las creaciones del hombre tienen por objeto hacerle
soportable los achaques de la edad, la enfermedad y la insatisfacción
estructural; y tampoco hubiese estado de más recordar en este asunto el Por qué
la guerra, la respuesta del primer psicoanalista a esa pregunta que el año 1932
le planteaba Albert Einstein. Estoy convencido que un paso más en esa dirección
hubiera permitido comprender las razones de los límites de la persuasión cognitivo
conductual contra esa pasión del yo que en ocasiones es la estupidez;
comprender su función, pues como construcción sintomática a la medida del goce,
una persona puede encontrar en la estupidez un resguardo contra lo siniestro,
no por ello menos familiar. Y comprender también que si la estupidez es una
excusa lo es entre otras razones porque excusa de toda responsabilidad, función
que imprime un carácter diabólico a la repetición. Freud decía que no había
nada más caro que la enfermedad y la estupidez. Así es, entre otras cosas,
porque la estupidez introduce la ideología en el tratamiento, factor que no
sólo obstaculiza la curación de una determinada persona al alejarla de su
verdad, ya que para paralelamente suele producir daños en ocasiones irreparables
a la inteligencia.
Granada, marzo 2011
José Miguel Pueyo
Si oyes voces y ves visiones...,
¡no estás mal de
la cabeza»!)
Pese a que John Read no es un personaje
demasiado conocido en los ámbitos de la llamada salud mental, merece hoy
nuestra atención por sus consideraciones, paradójicas y contradictorias, así
como acertadas en ocasiones, sobre las afecciones psíquicas y su tratamiento.
Psicólogo clínico especializado en abusos sexuales y psicosis, Read nació hace
60 años en Londres, y vive hoy en Nueva Zelanda. Casado, es padre de dos hijos,
de 18 y 23 años; abraza los ideales socialistas, y de seguir creyéndole, carece
de creencias religiosas. En cuanto al asunto que en esta ocasión lo convoca,
Read comenta al periodista Víctor-M. Amela algo que podría subscribir cualquier
psicoanalista, como es que «las conductas infrecuentes en el seno de una
cultura las llamamos 'locura': son sólo un mensaje.»
Es por el mismo Víctor-M. Amela, quien entrevistó a Read para («La Contra» de La Vanguardia, 26/05/2012: «Si oyes voces y ves visiones..., ¡no estás mal de la cabeza»!), que conocemos que «ha superado el trauma psicológico de una familia disfuncional y un abuso sexual en la infancia». El suceso, prosigue el entrevistador, además de «Sus vivencias y su curiosidad lo llevaron a investigar la psique humana y a estudiar eso que llamamos locura». El mismo periodista informa que este psicólogo está convencido de que «lo mejor es tratar amorosamente a pacientes a los que hemos etiquetado como psicóticos y esquizofrénicos», y que lo «argumenta en libros como Modelos de locura o El sentido de la locura, que firma junto a Jim Geekie, (Barcelona: Editorial Herder, 2012)». «Este Read -concluye Víctor-M. Amela- me ha parecido muy cuerdo.»
Es por el mismo Víctor-M. Amela, quien entrevistó a Read para («La Contra» de La Vanguardia, 26/05/2012: «Si oyes voces y ves visiones..., ¡no estás mal de la cabeza»!), que conocemos que «ha superado el trauma psicológico de una familia disfuncional y un abuso sexual en la infancia». El suceso, prosigue el entrevistador, además de «Sus vivencias y su curiosidad lo llevaron a investigar la psique humana y a estudiar eso que llamamos locura». El mismo periodista informa que este psicólogo está convencido de que «lo mejor es tratar amorosamente a pacientes a los que hemos etiquetado como psicóticos y esquizofrénicos», y que lo «argumenta en libros como Modelos de locura o El sentido de la locura, que firma junto a Jim Geekie, (Barcelona: Editorial Herder, 2012)». «Este Read -concluye Víctor-M. Amela- me ha parecido muy cuerdo.»
Poco podemos decir sobre la cordura de John
Read, pues no lo conocemos suficiente y sobre todo porque no ha pasado por
nuestro diván. Sin embargo, de sus ideas acerca del ser humano, la locura y su
tratamiento podemos decir alguna cosa. Así es tras leer su último libro, el
mencionado Modelos de locura o El sentido de la locura, un trabajo que
por no diferir de lo que el autor dice a Víctor-M. Amela en la entrevista
también mencionada, nos permitimos apoyarnos en ella para, como acabo de
apuntar, comentar sucintamente algunas de sus ideas clínicas y terapéuticas.
¿Qué es la locura? ─Esta es la primera pregunta de Víctor-M. Amela
a John Read─.
El término para definir comportamientos
inusuales en el seno de una cultura, ─responde el psicólogo londinense─.
[Comentario de José Miguel
Pueyo (en lo sucesivo: J.M.P). Por más de un motivo cabe discrepar de la
afirmación de que los comportamientos inusuales son un signo de locura. ¿Qué
comportamientos son inusuales en el mundo globalizado e hipermoderno que nos ha
tocado vivir? y ¿qué comportamientos inusuales permitirían diagnosticar a una
persona de loca? Sin duda no es inusual orinarse en algunas ciudades de nuestra
antigua y hoy venida a menos Europa, pero hay personas proclives a ese incívico
comportamiento y que no por eso sufren una psicosis. Inusual es también, un
poco menos quizá en España, robar a espuertas, esto es, robar a lo Mario Conde,
Luís Roldán, Antonio Camacho, Félix Millet, Jordi Montull o Iñaki Urdangarín,
etc, etc., y sólo por un abuso discursivo se calificaría a tan siniestros e
hipermodernos individuos de locos. Otro ejemplo: levantar una basílica
cristiana en el seno de una comunidad islámica puede ser entendido, más allá de
una gran temeridad, como el acto de un enfermo mental, cuando se trata más bien
de lo primero. Por último, ¿qué margen deja Read a la creatividad, a la
invención con su idea de lo «inusual»? Del modelo de diagnosis de este
psicólogo clínico, en suma, mejor olvidarse].
¿La locura... es cultural?
¡Claro! Conozco a fondo la cultura maorí, y sé
que en esa cultura no es síntoma de locura oír voces.
[J.M.P. Contrariamente a lo
que afirma Read, la locura no es sólo ni sustancialmente cultural, tanto más en
el sentido antropológico que insinúa. Víctor-M. Amela insiste en el asunto
cultural de la locura, circunstancia que permite conjeturar que no le
convenció, al menos del todo, la primera respuesta de su entrevistado. Escuchar
lo que uno dice o escribe, a diferencia de lo que habitualmente se afirma, no
es nada fácil, y quizá hubiera bastado para advertir que por más que los maorís
crean que las personas que oyen voces no están locas eso no significa que la
gente de esa etnia polinesia sepa lo que dice y menos aún que su opinión al
respecto, y en consecuencia la opinión de Read, tenga algún valor y pueda
elevarse al grado de lo universal. En esa etnia habrá, como en nuestras
hipermodernas ciudades, personas que oyen voces y no por ello están locas, pero
sin duda existirán otras que oyen voces y que están locas de atar, como
ordinariamente se dice. (Read cae en el mismo grave error que su compatriota,
el antropólogo Bronislaw Malinowski (1884-1942), quien seducido por los aspectos
fenomenológicos de las familias que estudiaba le pasó por alto la estructura de
las mismas; y si bien es cierto que no negó la existencia del complejo nuclear
de las afecciones psíquicas, o sea, el complejo de Edipo, sostenía su
variabilidad en función de la constitución familiar en las distintas formas de
sociedades, idea que anulaba las hipótesis freudianas de la universalidad de
ese complejo de deseos, así como del parricidio del padre de la horda primitiva
(urvater). El error de Malinowski fue explicado, entre otros, por un no menos
conocido antropólogo, el belga Claude Lévi-Strauss, 1908–2009)].
¿No?
Aprenden desde niños [los maorís] que eso encaja
en la normalidad..., ¡y nadie se asusta! Nadie cree que uno esté loco sólo por
oír voces...
[J.M.P. La identificación a
una construcción sociocultural (que recoge la expresión «eso encaja en la
normalidad»), en este caso la identificación de los maorís a un aspecto de su
cultura, tampoco es un argumento válido. Se conoce que la locura va por barrios
y que esto no anula su existencia, y es igualmente conocido que en algunos
barrios se aceptan locuras que en otros se rechazan radicalmente. Todo indica
que la epistemología, al menos hasta aquí, interesa poco a Read; y tampoco cae
en la cuenta de la existencia de la «locura compartida», esto es, de lo que los
franceses llaman folie à deux, que podría aplicarse a algunos maorís. (En este
síndrome psiquiátrico un fenómeno, habitualmente psicótico, como el delirio
paranoico, se transmite de una persona (el inductor) a otra (el secundario o
receptor), y cuando es compartido por más personas recibe el nombre de folie à
trois, folie à quatre, folie à famile o folie à plusieurs o sea, de muchos)].
Aquí sí, aquí te llevan al médico...
Allí entienden. Lo agradeces..., ¡y a otra cosa!
[J.M.P. A los maorís,
contrariamente a lo que se nos dice, no les trae sin cuidado oír voces. Veamos
la cuestión. «Un ancestro acude a ayudar» a un maorí que oye voces. Pero dado
que Read no dice de qué ayuda se trata lo diremos nosotros: si los maorís están
agradecidos a las voces es, entre otras cosas pero fundamentalmente porque
pueden traer bajo el brazo una promoción social. Y es que por las voces, y sin
duda por otros factores, pero básicamente por estar loco, una persona de esa y
otras etnias primitivas no contaminadas por la cultura, como diría Rousseau,
deja de ser un mero miembro de la tribu para convertirse en brujo, en
chamán-médico de la misma, obviamente siempre que los demás miembros de la
tribu así lo decidan. Insiste pues Read en mostrarnos su levedad
epistemológica, que conjuga con un relativismo etnológico sólo defendible desde
un deficiente conocimiento de la historia de la locura].
Pues si yo oigo voces, ¡sí me espantaré!
Porque te han enseñado que eso es estar mal de
la cabeza, enfermo, y te internarán, tratarán...: vives con ese relato miedoso.
[J.M.P. No necesariamente
internan a una persona en un hospital psiquiátrico por oír voces. La cuestión
es ¿de qué voces se trata, las voces de algún familiar muerto, las de la
vecina…? Read olvida o desconoce que si algo saben los psiquiatras es discernir
las reflexiones en voz alta de una persona que no sufre un trastorno psíquico,
de las voces que oye quien padece una psicosis, voces estas últimas que
conciernen y aun comprometen a esa persona (voces que le dicen «eres un
mierda», «no vales para nada», «ese individuo te quiere mal», por ejemplo). Por
otra parte, no es infrecuente que el psicótico converse, se aterre o se ría
ante las voces que lo asedian, voces que frecuentemente le hacen vivir una
historia en la que él mismo está implicado como personaje o como espectador].
Oír voces, entonces, ¿no es patológico?
Para la especie humana, no es nada raro oír
voces y ver visiones: ¡es parte de nuestra naturaleza! El 15% de la gente oye
voces.
[J.M.P. Este tipo de
aseveraciones, sobre manera por no diferenciar lo normal de lo patológico, más
que aclarar las cosas las complican y, por otra parte, banalizan al psicótico
no menos que al sujeto considerado normal. Las visiones, en la acepción de la
alucinación como fenómeno psicótico, no son equiparables a las visiones que
puede tener una persona en un sueño o en estado de duermevela, por ejemplo, y
cabe diferenciarlas asimismo de dèjà vu, del fenómeno de lo ya visto. Resumiendo,
«oír voces y ver visiones» no es, contrariamente a lo que se sugiere, un signo
de salud psíquica y sí frecuentemente de locura].
No sabía esto, explíquemelo...
Mire, el 80% de las personas mayores de 60 años
que han perdido a su pareja o a algún ser muy querido... ¡lo oirá o lo verá en
algún momento durante el primer año de duelo!
[J.M.P. Ese porcentaje no
es fiable. Además, hubiese bastado con introducir el deseo, también el amor y
aun el odio hacia la persona fallecida, para que los lectores de esta «Contra»
de La Vanguardia advirtieran, si no lo han hecho ya, que en las voces y en las
visiones se trata de una manifestación del deseo de la persona que ha perdido a
un ser querido].
¡Tantas personas?
Pero preferimos no comentarlo con nadie...
[J.M.P. Los analizantes (o
sea, las personas que están en tratamiento psicoanalítico) hablan de esas y
otras cosas a su psicoanalista. Se conoce, además, que algún/a visionario/a
puede relatar experiencias de esa naturaleza, por demás imaginarias, en petit
comité, preferiblemente con gente de la parroquia, pero también hay quien con
desmedida desfachatez y un narcisismo desbordante no se arredra en hacerlo en
cenáculos dispuestos para engatusar a crédulos y/o desesperados].
¿Le ha pasado a usted?
Un buen amigo mío se mató en accidente de
coche... Lo lamenté tanto... Al día siguiente se me apareció, vino a despedirse
de mí...
[J.M.P. Lejos de lo que se
pudiera pensar, lo destacable aquí no es «…se me apareció» sino «Lo lamenté
tanto…». Me acercaré a esta cuestión por el lado del deseo].
¿Hay explicación científica?
Lo primero es aceptar el hecho sin
problematizarlo, pues lo que ayuda no es saber cómo sucede, ¡sino dilucidar qué
significa!
[J.M.P. Como acabo de señalar,
lo subrayable es la expresión «Lo lamenté tanto…». Y como dice Read, se trata
de «¡… dilucidar qué significa!» Todo sugiere que fue la amistad, el cariño por
su amigo lo que hizo pensar a Read que su amigo regresaba, como era de esperar
de un verdadero amigo, para despedirse de él. Resulta evidente que el deseo de
Read determinó la «aparición». Deseos parecidos, por lo demás, no son ajenos a
los sueños llamados premonitorios, pues como decía Freud, en los sueños
premonitorios el deseo del soñador determina la premonición. Por consiguiente,
no es suficiente con «aceptar el hecho sin problematizarlo» para saber de qué
se trata. Tampoco se trata siempre de que el paciente (en nuestro caso habría
que hablar de ‘analizante’) comprenda esto o aquello, pues la clínica enseña
que la comprensión, el sentido cierra la posibilidad de nuevos descubrimientos,
y de ahí la relación sentido-religión, o sea, que en el fondo todo sentido sea
religioso. Además, la interpretación por el sentido se revela no pocas veces impotente
frente al goce mortificante del síntoma. Es más, el sentido puede alimentar a
los síntomas más que disolverlos, alimento que ordinariamente propicia el
Discurso Universitario, pues la explicación es la característica fundamental de
este discurso, de un discurso que suele ser tan estéril frente al síntoma como
las órdenes y la persuasión propias del Discurso del Amo].
¿Y qué significa?
¡Es un mensaje a encajar en la biografía de
quien lo vive! Pero el psiquiatra, en vez de escuchar al paciente..., ¡lo dopa!
Debería ver cómo encaja el mensaje en su relato vital.
[J.M.P. Habitualmente es
así. Sin embargo, la escucha no lo es todo. Por otra parte, Read no explica qué
entiende por escuchar y menos aún desde dónde escucha a sus pacientes (desde la
conciencia, desde una teoría, desde su manera de ver el mundo…), y se reserva
asimismo la respuesta que considera adecuada para quien sufre una afección
psíquica. En cuanto a la afirmación el «psiquiatra… dopa al paciente», si bien
suele ocurrir así, la demonización de la farmacología requiere otras y más
precisas consideraciones. En el pensamiento de este psicólogo se reconoce más
de un problema irresuelto. Uno fundamental es su resistencia intelectual y tal
vez también afectiva a los conceptos que vienen al caso y que darían luz a las
cuestiones que sin éxito, por esa razón también, pretende aclarar. Este
psicólogo, quizá por serlo, omite conceptos como ‘escucha psicoanalítica’, pues
debe entender que hablar de «escucha» es suficiente; censura asimismo ‘novela familiar
y discurso del inconsciente’, pues habla de la locura como «un mensaje a
encajar en la biografía de quien lo vive»; y se complace con expresiones del
tipo «quien lo vive», fútiles por obviar que el ‘sujeto psicótico está
determinado y denuncia con sus síntoma, no menos aunque de distinto modo que el
sujeto normal, el neurótico y el perverso, por/el inconsciente que lo habita’.
La obliteraron constituye aquí una falta de consideración al lector, tanto más
de «La Contra» de La Vanguardia, y puede producir la desorientación de algunas
personas asiduas a esa página, ya que al eludir el marco teórico al que
pertenece alguien podría pensar que este psicólogo presenta alguna novedad en
el campo de la salud psíquica].
¿Lo llamamos locura... y es un mensaje?
Sí. El psiquiatra debe lograr, con humildad,
sensibilidad y paciencia, que el paciente se convierta en autor del relato de
su vida...
[J.M.P. La humildad, la
sensibilidad y la paciencia son, sin duda, cualidades que preocupan a los
psicoterapeutas y no son indiferentes a los psiquiatras, al menos a los
acólitos de la orientación humanista, cualidades que trasudan como otros
expertos, en ocasiones de forma deliberada, en el tratamiento, y que no dejan
de hacer ostentación de ellas en coloquios y conferencias. Esas cualidades («la
humildad, la sensibilidad y la paciencia») pueden adornar también al
psicoanalista, pero en modo alguno son requisitos para el tratamiento
psicoanalítico, ante todo porque no definen su función en el tratamiento. La
afabilidad, no menos que el amor y el odio, las expende el psicoanalista con
mesura y siempre «caso por caso». El psicoanalista no eleva la afabilidad a
categoría general como podría hacer, con escaso criterio clínico, el psicólogo
o el psiquiatra. Intervenir de manera distinta podría propiciar la
transferencia positiva y sus indeseables consecuencias: la identificación del
paciente con el modo de ver el mundo el psicoterapeuta, o la perpetuación de la
dimensión sugestiva de la misma, por ejemplo. El psicoanalista es menos libre
en la estrategia, dado que el lugar en la transferencia se lo otorga el
analizante, que en la táctica, por concernir está a sus actos, entre los que
destaca la interpretación. Con todo, la docta ignorancia y la neutralidad
controlada, siempre en la perspectiva de la clínica del «caso por caso», es lo
que hace del psicoanálisis una psicoterapia distinta a las demás, lo que quiere
decir que el psicoanalista se aleja de la ideología, de la impostura y el
engaño que caracterizan, en no pocas ocasiones a gurús, sanadores, expertos,
psiquiatras…
¿Y no lo hacen así los psiquiatras?
En España, los profesores universitarios de
psiquiatría ¡cobran de la industria farmacéutica! En estas condiciones..., me
daría vergüenza ser psiquiatra en España.
[J.M.P. No es así, aunque
ha sido una práctica habitual. Sea como fuere, la Ley de Garantías y Uso
Racional de los Medicamentos y Productos Sanitarios (Real Decreto-Ley 9/2011,
de 19 de agosto, modificación de la Ley 29/2006, de 26 de julio) prohíbe «el
ofrecimiento directo e indirecto de cualquier tipo de incentivo,
bonificaciones, descuentos, primas u obsequios de los laboratorios a los
médicos y a los farmacéuticos». El cohecho está sancionado con multas de 30.001
a 90.000 euros. Por otra parte, la inspección es potestad de las autonomías.
Madrid, por ejemplo, tiene un sistema para detectar si un médico receta
demasiado de una marca, y de ser así se procede a una investigación, que muchas
veces, es igualmente cierto, se queda en agua de borrajas].
¿En el resto del mundo no es así?
También en Estados Unidos... Y me abochorna que
dilapidemos fortunas buscando el gen de la locura, de la esquizofrenia: ¡no
existe! No hay raíz biológica de la locura.
[J.M.P. Hay que estar
totalmente de acuerdo en esto; y es sabido que la literatura amarilla se cuela
más de lo deseable en las revistas científicas. A fines de 1988 el equipo del
doctor Hugh Gurling, del University College and Middlesex School of Medicine,
en Londres, publicó en la prestigiosa revista Nature un extraordinario
descubrimiento: el gen de la esquizofrenia. Con inaudita jactancia cientifista,
los investigadores londinenses afirmaban tener un marcador que revelaba que el
gen de la esquizofrenia se hallaba en el brazo largo del cromosoma 5. Pocos
meses después otros investigadores, en esta ocasión de la Universidad de Yale,
en New Haven, Connecticut, encabezados por el doctor Kenneth Kidd,
desacreditaron aquellas afirmaciones en razón de que sus investigaciones no
habían encontrado la relación que presentaban sus colegas ingleses. En
realidad, quien busca el gen de la locura se coloca en la misma posición
ideológica que las personas que otrora pensaban que la locura se hallaba en la
masa encefálica en forma de piedra. Tamaña imaginarización de la realidad quedó
recogida magníficamente por el pintor flamenco Jan Sanders van Hemessen, más
conocido como El Bosco, en su cuadro satírico «La Extracción de la piedra de la
locura», pintado entre el 1475 y 1480, y que puede admirarse en el Museo del
Prado].
¿Dónde debemos buscar, pues?
En el propio relato del paciente, insisto. Darle
drogas antipsicóticas... ¡sí es una locura!
[J.M.P. Read relaciona en
repetidas ocasiones la locura con un mensaje: «'locura'… sólo un mensaje», y en
otro lugar sostiene que la locura «Es un mensaje a encajar en la biografía de
quien lo vive». Pero estas expresiones no permiten comprender cuál es su idea
de la causa de la locura; mientras que al afirmar que («No hay raíz biológica
de la locura») sólo incide en algo conocido. Cierto es que «No hay raíz
biológica de la locura», mas lo que corresponde decir es algo que Read elude:
que toda afección psíquica es un hecho del lenguaje y del goce. Esto lo sabemos
desde Freud. Es decir, por el primer psicoanalista conocemos algo que
constatamos los psicoanalistas un día sí y otro también: que es en el temprano
tiempo del complejo de Edipo, y merced al entrecruzamiento de los deseos del
niño y los deseos de sus padres o de las personas que están en su lugar, que se
conforma la subjetividad de cada uno de nosotros, esto es, la manera de ser en
el mundo y la también particular elección de objeto sexual; aspectos
fundamentales y esenciales del ser humano que, por lo demás, el psicoanalista
francés Jacques Lacan demostró con todo lujo de detalles y defendió como se
merecían].
¿Tan contraproducentes son?
Perjudican más que benefician, por lo que
deberían prohibirse. ¡Acortan diez años la vida del paciente así medicado!
[J.M.P. No siempre es así.
Ahora bien, lo que debería prohibirse son las prácticas clínicas que, cobijadas
en la demagogia, la hipocresía y un falso humanismo, promueven la idiotez en
las personas que tienen la magra suerte de sufrir una afección psíquica. Las
drogas son en muchos casos necesarias, pero es escandaloso que para dar cuatro
pastillas, como habitualmente se dice, una persona tenga que cursar siete años
de carrera universitaria (cinco de medicina y dos de la especialización en
psiquiatría). Ese currículum universitario es innecesario desde todo punto de
vista, y constituye, entre otras cosas incluso peores, una estafa para el
erario público y, por ende, es las más de las veces lesivo para el malogrado
paciente].
¿En qué casos sí benefician?
Sólo para tranquilizar al paciente durante una
crisis: eso es sólo un tercio de los casos.
[J.M.P. En efecto. Engaña y
abusa del poder que le confiere la transferencia (esto es, abusa de la
delegación de poderes del paciente al experto: usted debe saber la causa de mi
sufrimiento y qué debo hacer −en muchos casos ‘tomar’− para curarme, por
ejemplo) quien no dice que las pastillas sirven para lo que sirven: para
«tranquilizar durante una crisis», por ejemplo. No otra cosa debería oír el
paciente del psiquiatra, pues esa es la condición primera para no enmascarar
perpetuamente los síntomas y, por supuesto, para no estar fuera de la realidad
y en la ignorancia absoluta, como sería creer que las pastillas curan. En dable
recordar que en ocasiones los pacientes hacen el caldo gordo a los especialistas
(sin duda de otra cosa de la que presumen), pues se ofrecen como objeto del
goce del psiquiatra, del psicólogo, del gurú, del yogui, del sacerdote, del
sanador... ¿A qué responde ese paradójico comportamiento? Ser el objeto del
goce del otro va bien, curiosamente, a algunos pacientes. El hecho es que esa
posición masoquista permite seguir gozando en el sufrimiento, seguir siendo
gozados, habría que resaltar, por la pulsión de muerte que los habita, por una
pulsión muchas veces comandada por el miedo, la vergüenza y/o la culpabilidad.
Es pues el paciente quien crea un amo en quien reinar, un amo a la medida de su
goce, ahí donde los expertos creen que son ellos los amos por méritos propios].
¿Aconsejaría a los pacientes abandonar ahora
mismo los antipsicóticos?
¡Que nadie deje a solas la medicación! Es
arriesgado. Dialogad con el psiquiatra y pedidle ayuda para contactar con
grupos de terapias mentales sin fármacos, que los hay.
[J.M.P. Ambiguo,
contradictorio y por demás ingenuo se muestra Read en estas afirmaciones. Dice
que «Es arriesgado… dejar a solas la medicación», o más exactamente, que es
arriesgado dejar la medicación sin la aprobación del psiquiatra; pero entonces
habría que preguntarle en qué casos es arriesgado y en qué circunstancias. Algo
sabemos: que da el poder de decisión a quien recién se lo ha había quitado, al
psiquiatra, con el que para más inri dice que hay que dialogar. Todo hace
pensar que desconoce que el psiquiatra no está solo en el mundo, que no son
pocos los psiquiatras que comandan grupos de psicólogos de «terapias
mentales…», habitualmente adscritos al cognitivo conductual, psicólogos que
siguen fielmente la voz del amo, y cuya desorientación teórica, clínica y ética
queda demostrada en no haber podido diferenciar el ser humano de los ratones,
en suma, por hacer etología la clínica].
¿Cómo trata usted a sus pacientes?
Un caso: uno llevaba treinta años medicándose
porque se sentía observado y espiado y quería convertirse en mujer. Me bastaron
seis meses conversando con él para entrar en su lógica y ayudarle a mejorar.
[J.M.P. No hubiese estado
de más que Read explicara qué entiende por «entrar en la lógica» del paciente.
Sin embargo, en lugar de atender a los principios epistemológicos y a la
deferencia que se debe a las personas que trabajan en su campo, lo único que
nos ofrece son palabras huecas, vacías de significado al modo que suelen
hacerlo los sanadores y cuantos individuos se llenan la boca con las palabras
que tocan la fibra sensible de la gente, como amistad, amor, humildad, armonía,
concordia, piedad, afabilidad, comunión espiritual…. No son pocos los que con
esas palabras ponen a buen recaudo sus denostables supercherías, y del mismo
modo que pretenden zafarse así de los críticos, a los que califican de
intolerantes, se vengan de la fe, la desorientación y la ingenuidad del
prójimo].
¿Conclusión?
La buena calidad de la relación
terapeuta-paciente es lo más curativo que hay. ¡No existe mejor medicina!
[J.M.P. Read no desea
abandonar las generalizaciones. Todo indica que ignora que no es aconsejable
propiciar la transferencia positiva en aras de un siempre más que supuesto
beneficio terapéutico, y que mostrar los sentimientos y deseos al paciente
puede ser un grave obstáculo para la disolución de las identificaciones patógenas
del ámbito sociofamiliar que han configurado su manera de ser en el mundo. Por
consiguiente, no conviene encontrar en el psicoterapeuta a un padre o a una
madre, y no sólo porque el lugar de padre o de madre los otorga el paciente al
psicoterapeuta en la transferencia (sin ser consciente de ello transfiere en el
tratamiento sentimientos y relaciones de su historia al terapeuta). En resumen,
nada peor que introducir en el tratamiento actitudes de esos personajes (padre
severo, madre afable y bondadosa, por ejemplo) se introduce un grave obstáculo
a la curación, que es tan como decir que se censura el discurso del Otro
(nombre lacaniano, como es conocido, del inconsciente freudiano). Es obvio que
la mayor resistencia a la curación pueda venir, y de hecho así ocurre
frecuentemente, del psicoterapeuta. Esta es la característica fundamental de lo
que los psicoanalistas denominamos contratransferencia. Contrariamente a lo que
se puede suponer la abstinencia del psicoanalista no implica la utilización en todo
momento del Discurso Psicoanalítico. Así es porque en el tratamiento
psicoanalítico, incluso en una sesión, el psicoanalista puede emplear, porque
los conoce perfectamente y sabe de su función, el Discurso del Amo (orden), el
Discurso Universitario (explicación) y también el Discurso Histérico
(pregunta). Es incuestionable la sinrazón de la crítica al psicoanálisis por
una supuesta frialdad de sentimientos del psicoanalista].
¿Algún consejo para el terapeuta?
Escucha al paciente con paciencia, sin hacerle
sentir enfermo mental y sin juzgarle.
[J.M.P. Seguir a Read en
este punto es afianzar el «alma bella» con la que puede presentarse el paciente
en la consulta, o sea, contribuir a un engaño al desvincular al paciente de su
posible responsabilidad en lo que se queja. La auténtica curación implica
introducir a quien nos pide ayuda en la realidad, en la suya que no es ajena a
la que conformó su subjetividad, su manera de ser en el mundo, y que no es otra
que la del Otro sociocultural. La primera condición es el respecto absoluto al
decir del inconsciente, a los deseos y a los goces en juego del paciente, del
que lo primero que hay que saber qué podrá resistir en cada momento del
tratamiento. He ahí, también, el arte en psicoanálisis].
¿Alguna otra evidencia científica sobre lo que
llamamos locura y su tratamiento?
En países africanos, es la propia locura la que
cura: los chamanes provocan brotes psicóticos con drogas, con fines curativos...
[J.M.P. La locura (psicosis
paranoica, esquizofrenia, melancolía, PMD, autismo…), contrariamente a lo que
dice Read, no se cura con pócimas, aunque estén elaboradas por los mejores
chamanes. Es conocido que a principios del siglo pasado los psiquiatras lo
intentaron, aunque de otro modo, pero con igual éxito: nulo. En la historia de
la locura se habla de las terapias convulsionantes, y entre ellas se encuentra
la provocación del Coma insulínico. El doctor Manfred Sakel, quien lo introdujo
en 1933, tuvo la pretensión de curar con ese esperpéntico proceder la
esquizofrenia. Este tratamiento se puede contemplar en la película A Beautiful
Mind (Una mente maravillosa en español, Una mente brillante en Latinoamérica),
basada en la vida de John Forbes Nash (1928), el matemático estadounidense
(encarnado por Russell Crowe) que mientras luchaba contra la esquizofrenia
logró realizar algunas importantes aportaciones a las matemáticas, por las que
consiguió el Premio Nobel de Economía el año 1994. Los efectos del Coma
insulínico son en todo semejantes a los de los electrochoques, la inoculación
de la malaria como tratamiento de la parálisis general o la leucotomía
prefrontal].
¿Con qué resultados?
El dato científico es que dos tercios de los
psicóticos se recuperan en África. Aquí sólo recuperamos a un tercio.
¡Aprendamos!
[J.M.P. Si en África los
psicóticos se recuperan (hay que entender que se curan dos tercios) con las
pócimas de los chamanes, ¿porqué no importamos sus procedimientos? ¿Tal vez nos
lo impide el narcisismo, o es que somos idiotas, o bien porque no nos enteremos
de lo que ocurre en el mundo, o simplemente porque lo que dice Read no es verdad?]
¿Qué le llevó a aprender psicología?
La necesidad de entenderme a mí mismo.
¿Qué le pasaba?
De los 11 a los 13 años fui víctima de abusos
sexuales por parte del director de mi colegio. No entendía qué estaba pasando y
me vengué del mundo suspendiéndolo todo...
¿Qué efectos tiene un abuso?
Si no se repara, es un trauma psíquico que puede
derivar en psicosis y esquizofrenia.
[J.M.P. Read está en la
misma dirección que Jeffrey Moussaieff Masson. Ste psicoanalista
norteamericano, al mismo tiempo que sustraía algunos papeles de la Biblioteca
del Congreso de EE.UU., afirmaba sin empacho en su libro The assault on truth:
Freud's supression of the seduction theory, 1984, (El asalto a la verdad, la
supresión de la teoría de la seducción por Freud), que el abandono de la
«Teoría traumática de la seducción» no respondía en modo alguno a razones
científicas, sino a motivos personales y sociales de Freud. Contrariamente, los
psicoanalistas constatamos el acierto del primero de todos, el acierto de Freud
al darse cuenta del error de sus primeras hipótesis acerca de la causa de las
neurosis; y reconocemos también su valentía al abandonar aquellas hipótesis (la
«Teoría traumática de la seducción») en razón de lo que la clínica le enseñaba
y que no era otra cosa que la crucial importancia de los deseos edípicos en la
constitución de la subjetividad. Por lo demás, no es cierto que la siempre
deplorable seducción pueda derivar «en psicosis y esquizofrenia», a no ser que
la estructura psíquica del afectado lo permita y cuando la seducción adquiere
el valor de tyche (mal encuentro) en la estructura psíquica].
¿Es muy frecuente el abuso sexual?
En Occidente, el 20% de las niñas y el 15% de
los niños padecen abusos sexuales...
¿Con efectos iguales en niños y niñas?
La niña se aislará de otros niños. El niño
abusará psicológicamente de otros niños.
[J.M.P. Así puede ocurrir,
mas también que la seducción no tenga efectos morbosos, o que los efectos sean
coyunturales, o que den lugar a síntomas de diferentes estructuras clínicas. En
cualquier caso, el abuso de la generalización, como se advierte aquí una vez
más, excluye la clínica de la singularidad del sujeto, la clínica del «caso por
caso» a favor de imaginarias suposiciones etiológicas y de la estadística
aplicada a un objeto que no se deja representar por ellas: el ser humano y sus
vicisitudes].
¿Cómo debemos actuar ante un abuso?
Hay que alejar al abusador. Y preguntar al niño
y escucharle. Y hacerle entender que él no ha actuado mal. Y ayudar a los
progenitores inocentes. ¡Y dar mucho cariño y amor al niño! Si se hace así, se
repondrá.
¿Puede pasarle algo peor a un niño?
También es muy traumático chillarle y reñirle y
abroncarle continuamente..., y tanto peor cuanto más joven, porque se dañan más
los reguladores neuronales del estrés.
¿Con qué consecuencias?
Tú dile al niño continuamente que es muy malo o
un desastre... y será fiel a este relato, porque los niños creen íntimamente a
sus padres. Y será malo y será un desastre. Y psicótico, depresivo... y
eventual suicida.
[J.M.P. Haciendo suyos los
designios de la postmodernidad, las modas de nuestra época así como imaginarias
premisas clínicas de las que tampoco ha podido zafarse, Read aconseja un padre
colega para el más óptimo desarrollo del niño en la época de los callejones
ideológicos del siglo XXI. Olvida o desconoce, por lo mismo, los factores
estructurales que intervienen en la constitución de la subjetividad y que la
mantienen en un goce mortificante, el mismo goce del que se quejan sus
pacientes y nuestros analizantes. Y para empeorar definitivamente algunas de
sus acertadas opiniones, este psicólogo clínico apuesta por un tipo de
psiconeurología que recuerda algo tan conocido como son los problemas que
acarrean las emociones, pues apunta, quizá con pretendida novedad, que las
emociones lesionan los «reguladores neuronales del estrés» y que, por lo mismo,
dan lugar a todas las desdichas imaginables.
En resumen, la perspectiva
subjetiva de la locura priorizada por John Read y Jim Geekie podría
considerarse acertada si no dejase de lado la dimensión estructural de la
misma. Y es que entre los diferentes factores causales que suelen presentarse
de la locura, estos autores se muestran partidarios del empirismo de las
experiencias vividas, experiencias que afectarían negativamente a una persona
en su niñez hasta el extremo de hacer de ella un psicótico. Contra este modo de
ver las cosas, cabe señalar que del mismo modo que no es suficiente el amor, la
empatía y tampoco escuchar al psicótico para curarlo; priorizar las
experiencias vividas revela una incorrecta visión de la etiología de la locura,
y esto más allá de las acertadas consideraciones de Read y Geekie contra la
psicofarmacología. Los humanos somos seres vulnerables por factores biológicos,
psicológicos y sociales, pero nadie sufre los síntomas de las psicosis,
excepción hecha de los de las llamadas psicosis transitorias, por las razones
que esgrimen estos clínicos, ya que de lo que se trata en las psicosis es del
déficit radical de la Función del Padre (separación-castración simbólica en el
temprano tiempo del complejo de Edipo), pues no otro factor es el pivote de
nuestra subjetividad, o sea, de nuestra manera de ser en el mundo y de la
elección de objeto sexual y, por consiguiente, de que seamos sujetos supuestos
normales, neuróticos, perversos o psicóticos].
Girona, mayo de 2012
José Miguel Pueyo
Del saber
clínico y de los consejos de la
terapeuta
familiar Laura Gutman
Es
conocido que las ambigüedades, las imprecisiones y la falta de discriminación
son caldo de cultivo de muchas e indeseables confusiones. Esto es algo que el
clínico no debería permitirse por diferentes razones, también por lo que debe a
sus lectores y sin duda a aquellos que no aplauden cualquier cosa, incluso si
viene de su propio campo ideológico. La terapeuta familiar Laura Gutman parece
intuir algunas cosas de la condición humana y de la manera de atajar algunos de
los problemas del hombre; sólo eso. Así es a juzgar ante todo por lo que afirma
en la entrevista que le hizo Lluís Amiguet para la Contra de La Vanguardia,
aparecida en este periódico el pasado jueves, 31 de marzo. (1).
El
lema «Si siempre quieres tener la razón, nunca tendrás la verdad» sirve para
poco si se ahorra al lector que ese lema recoge la diferencia entre las
razones, habitualmente imaginarias del yo, y la verdad, que corresponde al
sujeto-al-Otro. Así es porque este lema admite ciento y una interpretaciones
imaginarias si no se explica que habla del sujeto escindido entre el saber y la
verdad, esto es, del sujeto descubierto por Freud, o lo que es lo mismo, de la diferencia
entre el desconocimiento del yo (moi) y la verdad del sujeto del inconsciente,
yo (je). Pero en la entrevista que hoy sucintamente comento, se omite que en lo
dicho (en el bla, bla, bla.,) puede haber un decir, esto es, una verdad que la
persona que habla, el yo para ser un poco más exactos, no puede escuchar. Si la
falta de claridad y concreción son ya de por sí graves en este asunto, incluso
lo es más omitir que las cosas tienen un origen, que hubo investigadores que
por haber hablado de ellas merecen ser nombrados, más aun si las dijeron para
evitar interpretaciones imaginarias. Laura Gutman es de esas personas que se
ponen la tirita antes del trauma, pues como los que gustan curarse en salud,
recurre a la socorrida fórmula, «Lo que digo es tan antiguo como la humanidad,
pero por eso mismo se ha vuelto tan actual olvidarlo: conócete a ti mismo.»
El
terapeuta, en este caso la terapeuta, hace del consejo su habitual proceder
clínico. ¿Y qué consejos, santo cielo! Creer que la gente en Catalunya no sabe
siquiera que no es bueno abusar de la Blackberry…, que menos aún lo es quedarse
apalancado en el sofá de casa con los niños…, que es conveniente buscar buenos
amigos con los que compartir..., denota algo más que mucha imaginación. Prueba
de ello, la primera de todas, es que la Blackberry, como otros gadgets o
letosas de nuestra época, según las expresiones de Jacques Lacan, no es, a
diferencia de lo que se dice en la entrevista, un objeto de la modernidad, pues
se trata de uno de los originarios de la postmodernidad, un objeto de la
revolución tecnológica que se inauguró hace poco más de cien años. (¡Señor,
señor, que cruz! Mira que tener que repetir a estas alturas del partido cosas
tan conocidas; bueno, conocidas no por todos, como se echa de ver). Se sabe,
además, que los consejos pueden generar lo que uno menos imagina. En este caso,
a ver si a los padres que siguen el consejo de esta terapeuta familiar de
buscar compadres y comadres, (que mal suena esta última palabra), les pasa lo
que a menudo ocurre. Es decir, a ver si con tanto compadreo y comadreo se hace
bueno el sentido que esos significantes tenían ya en la Castilla de la época de
La Celestina, y, por lo mismo, o sea, como efecto del benefactor coloquio y
mejor relación a alguno se le hincha la cabeza por el frontal, y el amigo y
padrino pasa a ser algo más para la familia, y así también para el niño al que
tan humanitariamente se pretende proteger. Bueno, si es para bien, alguien
podrá argüir; y yo, por supuesto, estaría de acuerdo de ser así. Pero sea como
digo o de otra manera, sin duda alguien apuntará, y tal vez con razón, que en
esta entrevista nadie escucha lo que dice, y que por omisiones y extravíos
clínicos de indudable calado constituye una conversación insulsa y
desorientadora.
Ya en los primeros cursos de las carreras del ámbito de las llamadas ciencias de salud psíquica el estudiante oye hablar de la identificación, que al ser inconsciente se diferencia de la imitación. O sea, escucha a los profesores que porque a uno le digan tonto o listo en la niñez no por eso necesariamente se vuelve tonto o listo. El hecho es que el profesor, en esta ocasión, no se equivoca, a diferencia del que entiende, como es el caso de esta terapeuta, que si «tu familia te adjudica un papel y así te conviertes en el tonto o el listo; el vago o el empollón; la guapa o la simpática…». Del mismo modo que las cosas no son ni mucho menos como el sentido común hace creer, el sujeto tiene distintas salidas, por ejemplo, demostrar con hechos fehacientes que no es el tonto de la familia, que no es el tonto que sus padres tal vez quisieron que fuese.
Por
otra parte, ¿quién no conoce que un niño puede adaptarse al síntoma-deseo de
los padres, y que puede hacerlo sin verse presionado a ello? Así es en tanto
que su deseo puede ser el de convertirse en el objeto del deseo del Otro, esto
es, en ser deseado por el Otro encarnado en los padres. Ocurre de esta manera
frecuentemente por ser ese el deseo primordial de la criatura humana. Pasemos
ahora al deseo de la madre. ¿Qué quiere la madre, qué quiere por ser, a
semejanza de cualquier otra persona, un sujeto en falta, un sujeto de la falta
que caracteriza al Otro que la habita? Por esa falta del Otro que la hace
deseante, Freud decía, y la clínica como en tantas otras ocasiones no le quita
la razón, que la mujer podía querer cualquier cosa, cualquier cosa para calmar
esa insatisfacción que produce la falta del Otro. En fin, la mujer podía querer
cualquier cosa para sentirse completa, realizada, como habitualmente se dice, y
añadía Freud, con no menos razón, que un hijo era una de las cosas que podía
querer una mujer. He aquí una de las maneras, bastante frecuente por cierto
además de varias veces milenaria, de calmar la insatisfacción del Otro por ser
el lugar de una falta, de una falta que, dicho sea de paso, demanda ser
colmada. Cabe agregar que por esa operación uno y otro, madre e hijo, devienen
sin falta, completos: la madre deja de estar en falta por el hijo, pues el hijo
obtura la falta de la madre hasta el extremo de que ésta deviene completa
respecto de aquello que no le falta en lo real de su cuerpo, el falo, y, por
consiguiente, el hijo pasa a ser el falo-objeto-del Otro de la madre; mientras
que el niño se imagina completo por el amor de ésta. ¿Qué denuncia esa relación
de deseos? En una primera aproximación, cabe indicar que se trata de la
respuesta básica y fundamental que denuncia el horror a la castración del
sujeto humano, el horror a la falta del Otro que nos habita. Además, muestra
que ese horror procede de una separación necesaria para la salud del niño, pues
consiste en la separación del alienante abrazo madre-hijo, separación necesaria
porque constituye la salida del ámbito del goce-Todo, que lo es por ser un nudo
de deseos complementarios presidido por el narcisismo primario. Y ya en tercer
lugar pero no por esto es menos importante, cabe decir que siendo necesaria la
separación, el niño sale de la misma, lógicamente, herido en su narcisismo,
pero que esa herida es precisamente la condición de posibilidad de que sea un
sujeto supuesto normal.
Laura
Gutman, en realidad, no habla de otra cosa, pero todo indica que, a imitación
del poeta, no sabe la verdad que expresa cuando relata, por ejemplo, «Yo me
quedé embarazada y fui madre sin quererlo, sin que mi identidad fuera la
maternidad. De repente, me di cuenta de que tenía un niño que requería toda mi
persona y no sólo el trocito de madre que le quedaba a él después de haberme
realizado en todo lo demás: profesional, mujer atractiva, intelectual, mujer
con vida social...». Y a la pregunta de Lluís Amiguet ¿Y cómo lo solucionó?
responde «No hay soluciones, sólo hay verdades y mentiras. La verdad es que mi
hijo había nacido para ser el centro de mi vida, pero él percibía que no lo era
y llamaba la atención sobre eso portándose mal». (Un hijo que no es el centro
de la vida de la madre; eso está bien, pues en la frustración del hijo hay que
ver la separación del abrazo alienante, la separación del estrago del Otro
materno por la Función-del-Padre, en este caso una separación-prohibición de la
fusión narcisista ejercida por un sujeto que está del lado mujer).
Los
padres, como bien dice esta terapeuta, no tienen la culpa de todo. Pero parece
desconocer, al menos porque no lo menciona, la existencia de la pulsión (pulsiones
agresivas e incestuosas, sin ir más lejos) en el niño, o sea, no indica la
parte que le corresponde al niño en la conformación de la identidad.
En
cuando a la consideración «Si tu familia era rica, conservadora y bienpensante
y tú jamás te planteaste dejar de serlo, serás un hijo obediente, pero...
¿serás tú?», baste indicar que eso de ser tú, de ser uno mismo, no deja de
desprender un hedor narcisista. Por otra parte, consideraciones como «…hay que
ser uno mismo, sin trabas e imposiciones familiares», constituyen obviedades
que disimulan más una pretensión demagógica. Esas ideas ejemplifican el
mencionado horror a la castración; y es también por el horror a la falta-a-ser
que una persona puede erguirse en abanderado contra esa primordial bofetada al
narcisismo. Los problemas ahora son dos: que la terapeuta no indica que la
castración es la condición de la salud; y que quien plantea la necesidad de ser
uno mismo es un profesional de la salud psíquica. Además, todos vivimos vidas
que no son las nuestras; y es así en la normalidad. El motivo radica en que el
Otro que rige nuestra existencia, o sea, cuanto hacemos, pensamos y deseamos,
se conformó con identificaciones, ya sean buenas, regulares o malas.
Laura
Gutman admite que no descubre nada. Pero la sinceridad aquí podría
interpretarse como excusa y defensa a un mismo tiempo. Y, en realidad, cuando
dice que el sujeto está condenado a repetir las pautas y los valores que le dio
su familia, escamotea al lector que fue Jacques Lacan quien advirtió que la
repetición es uno de los factores esenciales en el devenir del hombre; y
tampoco informa que Rosine Lefort, Maud Mannoni, E. Lemoine, Frances Tustin, y
el mismo Lacan, entre otros, no se cansaron de repetir que el niño podía ser un
síntoma de la familia, así como una suerte de sinthome en tanto que puede
mantenerla unida.
Tampoco
dice mucho a favor de esta terapeuta la ausencia de toda diferencia en los
procedimientos clínicos que mencionada. La complicación ahora es que alguien
podría suponer que las constelaciones familiares, la meditación o el
autoanálisis, que ella menciona, son iguales, en cuanto a la revelación de la
verdad del síntoma y su disolución, que el psicoanálisis, al que pone en el
mismo paquete.
Un
extravío clínico no menor es creer que «Para crecer tienes que tomar conciencia
de ese guión que tu familia escribió para ti: descubrir el papel que te
asignaron y por qué», o sea, los traumas de la vida acaban cuando uno es
consciente de ellos, tomando «… conciencia. Tienes que descubrir que lo que
viviste de niño es diferente de lo que crees que viviste o te han hecho creer
que viviste...». Contrariamente a lo que afirma, tomar conciencia de un trauma,
de un problema no es suficiente; y, en realidad, de eso sabe bastante y desde
siempre el neurótico y no por ello su vida ha mejorado. Y es que la disolución
de un síntoma requiere, entre otras cosas, de los modos de la interpretación
psicoanalítica; así es porque está comprobado que la interpretación por el
sentido habitualmente consolida el síntoma, y, por consiguiente, produce un
efecto contrario al que se persigue.
Para
terminarlo de arreglar, el democrático «Los caminos son muchos y cada uno elige
el suyo…», queda matizado, curiosa y paradójicamente, con dos puntuaciones a
cual más inquietante: con el consejo tácito de ‘no terribilizar’ que define a
la doctrina cognitivo conductual, pues se anima a admitir «que ni tú ni tus
problemas son tan importantes»; y se anima también a encontrar «…a alguien que
te diga lo que no quieres oír. ¡Eso es muy fácil! No me refiero a tus enemigos,
sino a un amigo que te diga la verdad, porque el enemigo te dirá cosas que no
te gustan pero que no siempre son ciertas; el amigo te dirá cosas ciertas,
aunque no siempre te gusten». ¿A qué oscura razón cabe atribuir que esta
terapeuta no advierta que el amigo al que reclamas ayuda puede estar peor que
tú?
Del
mismo modo que la democracia no es sinónimo de todo vale, no todo en el ámbito
clínico es igual ni tiene el mismo valor; y en ese sentido me permito recordar que
la historia de la psicología enseña que el método introspectivo permite conocer
algo, pero algo siempre imaginario. Por lo demás, no deja de ser sorprendente y
sintomático que algunas personas anhelen la segunda entrega de la terapeuta
familiar Laura Gutman.
Abril, 2011
José Miguel Pueyo
(1).(http://www.lavanguardia.es/lacontra/20110331/54134012356/si-siempre-quieres-tener-razon-nunca-tendras-la-verdad.html).
Nicholas Tarrier.
(La clínica para un psicólogo cognitivo conductual)
(La clínica para un psicólogo cognitivo conductual)
Lo que da de sí una de las disciplinas que
conforman el gran Otro sociocultural, maligno habitualmente y que en el caso
que me ocupa corresponde al llamado campo de la salud psíquica y aun del
desarrollo personal, como es el modelo de la terapia cognitivo conductual,
viene representado en esta ocasión por las ideas del psicólogo londinense
Nicholas Tarrier.
Con 61 años de edad, este profesor de terapia
cognitivo conductual en la Universidad de Manchester y colaborador de la
Societat Catalana de Recerca i Terapia del Comportament, defiende, quizá para
sorpresa de propios y extraños, aunque no podía ser de otra manera dadas sus
credenciales académicas, la antigua y trivial idea de que si uno cambia el modo
de pensar cambia también su manera de actuar.
Por el periodista Lluís Amiguet, quien lo entrevistó para «La Contra» de La Vanguardia («Cambie su modo de pensar y cambiará su modo de actuar», Jueves, 13 de septiembre de 2012), conocemos que pese a que los argumentos de este terapeuta son estrictamente racionales, no puede evitar emocionarse cuando habla de sus pacientes, como si se sintiera enfermo y débil como ellos.
En cuanto a Amiguet, de creerle, las palabras de
Tarrier hicieron diana en su sensibilidad. Tanto es así que confiesa que se
alegró con el psicólogo, aun sin conocerlo antes de la entrevista, por un caso
de los que había tratado, concretamente el de un esquizofrénico que, según él,
pudo controlar sus voces íntimas gracias a razonar con ellas, hasta el extremo
de poder trabajar como conductor de autobús.
Y no es que Tarrier desconozca todo, pues
entiende que una persona diagnosticada de esquizofrenia puede superar esta
grave afección psíquica. Sin embargo, cabe preguntarse ¿qué tipo de
esquizofrenia sufría, desde cuándo, en qué grado y qué tratamiento/s había
seguido su paciente? La cuestión aquí, la primera de todas, es que Tarrier debería
entender, a imitación del clínico medio, que esos y otros aspectos de la
historia clínica son imprescindibles a la hora de hablar de un caso con el
rigor que merece. Por otra parte, puede resultar poco creíble que una persona
que ha sufrido una esquizofrenia, a no ser que se trate de un brote psicótico
aislado o de una psicosis transitoria, como suele decirse, llegue a trabajar
como conductor de autobús, sobre manera por las dificultades y riesgos de todo
tipo que comporta esa profesión.
Tarrier, emulando a algunos inquietantes
personajes, entre los que se cuentan, curiosamente, no pocos intelectuales y
renombrados académicos, en fin, imitando a individuos que no han podido zafarse
de las ideológicas ideas que se ofertan en el mercado de la cultura, (desde las
espirituales de la medicina cuántica hasta las más místicas del yoga pasando
por la fútil meditación y las narcisísticas del Reiki, la terapia vibracional
de los cuencos tibetanos, los cristales de cuarzo y los cantos mántricos para
armonizar y/o estimular la energía que los gurús aseguran que se localiza en
los siete chakras del cuerpo, y de cuantos que por estar bien cargados de
demagogia afirman que aquellos sonidos producen impresionantes cambios en el
interior de las personas, cambios que irían desde la claridad mental a la
concentración, pasando por la creatividad, la paz, la relajación y la
serenidad), tampoco deja pasar la oportunidad para tocar la fibra sensible de
los no precavidos, como habitualmente se dice. Así es, por ejemplo, cuando subraya
que ver cómo personas con enormes dificultades logran pequeños avances al
enfrentarse a sí mismos, lo anima a plantar cara a las pequeñas obsesiones, que
en contraste con las voces que avasallan a quien sufre una psicosis
esquizofrénica, se le antojan ridículas. Afirmaciones parecidas se leen en
clínicos poco experimentados. Y es que no es lo de menos ignorar que una
neurosis obsesiva, más allá de sus habituales efectos invalidantes, puede
provocar sufrimientos psíquicos incluso mayores que los que padece el
esquizofrénico, en primer lugar por la conciencia de enfermedad del neurótico.
La segunda afirmación de Tarrier que demanda
atención es la siguiente: «Si se comparten los grandes problemas, esos
problemas llegan a ser menos de uno y también menos grandes». La cuestión aquí
es la siguiente ¿quién es ese otro al que una persona debería confesar sus
problemas, sus cuitas y deseos? ¿Se refiere Tarrier a la esposa, al amante, a
un amigo, al vecino del cuarto segunda, a los hijos…? Es más que probable que
de hacerlo así el afectado empeoraría su problema y no poco dependiendo de la
persona y el asunto a confesar. De ahí también que nada mejor que hablar de
cuanto le pasa a uno por la cabeza al psicoanalista. ¿Por qué? Sólo el
psicoanalista puede resolver el malestar que carcome a las personas, él es el
único que puede advertir la causa del síntoma, causa que es opaca para el que
lo sufre. Tanto más es así porque su deseo, el llamado «deseo del
psicoanalista», está exento de ideología, impostura y engaño. Si las respuestas
del psicoanalista no interfieren en el desvelamiento de la causa de lo que
atormenta y tiene atrapadas a las personas es, entre otras cosas, porque el
«deseo del psicoanalista» es el envés del discurso del amo, discurso éste que
define al deseo del maestro, ya sea yogui, sanador, chamán, terapeuta cuántico,
rabino o psiquiatra.
Higiene mental: no es nuevo. ─Esta es la primera cuestión que el periodista
Lluís Amiguet plantea a Nicholas Tarrier─.
Porque funciona. La terapia cognitivo conductual
está consolidada tanto para una pequeña obsesión como para una grave
esquizofrenia.
[Comentario de José Miguel Pueyo (en lo sucesivo: J.M.P). Sin duda la terapia
cognitivo conductual está consolidada, pero sólo, como es conocido, en el marco
de la trasnochada y frecuentemente lesiva psiquiatría biológica y estadística
del D.S.M –Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, Manual
diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales–. Y no se conoce menos
que los planteamientos cognitivo conductuales sólo tienen cabida en el campo
etológico, y más concretamente que sus métodos no van más allá del
adiestramiento animal: tal es su procedencia teórica y su destino práctico.]
Resúmala en una frase.
Las cosas no son como son, sino como las
percibimos. Por eso, si logramos cambiar el modo en que pensamos y sentimos lo
que nos pasa, también mejoraremos el modo en que reaccionamos y actuamos. Y
cuando usted mejore su comportamiento, también mejorará el que tienen los demás
con usted.
[J.M.P. Dos son aquí las cuestiones a analizar. Cambiar el modo de pensar y
sentir no implica, a diferencia de lo que afirma Tarrier, mejorar el modo de
reaccionar y actuar. Pero lo peor no es que este psicólogo sea dado a gratuitas
generalizaciones. Es obvio que no se ha parado a pensar que una persona puede
cambiar su modo de pensar y no por ello mejorar, bien al contrario, puede
comportarse peor incluso que antes del cambio.
Todo indica que Tarrier se limita a repetir las
lecciones de sus maestros, a repetir sin preguntarse el sentido de las ideas
que presentan. De ahí que desconozca otro asunto de igual importancia, como es
que las cosas no son como son por el proceso de simbolización, o sea, porque a
un objeto alguien le dio un nombre, proceso en el que la palabra (piedra, por
ejemplo) mata al mismo tiempo que da vida de otra manera al inscribir en el
mundo del lenguaje-simbólico a una masa sólida (real) al nombrarla.
No es infrecuente que psicólogos de la escuela
cognitivo conductual ignoren ¿qué es hombre, la sociedad, la filosofía, el
arte, la pedagogía, la política, la religión, el malestar en la cultura y el
modo de resolverlo, etc., etc? Sin duda juega en su contra el trabajo experimental
con animales, pues sus ideas, en la teoría y en la práctica, proceden
esencialmente de investigaciones con ratones. Se entiende, al margen de
obstáculos ideológicos y otros prejuicios, que estos terapeutas no hayan podido
advertir que el hombre no es en absoluto un animal: el lenguaje humano y la
pulsión muestra esa incontestable verdad. (Bastaba, para introducirse en este
asunto con alguna garantía de éxito, con haberse preguntado ¿qué es el lenguaje
humano y qué es la pulsión?).
A Tarrier le es indiferente conocer las
limitaciones de la sentencia filosófica, concretamente socrática, según la cual
«El que conoce lo que es bueno se comportará bien». Escuché decir a mis
profesores en la época del bachillerato, y creo no haber sido el único, que la
sentencia del célebre muerto por cicuta fue rebatida por Aristóteles. El más
conocido de los nacidos en Estagira, menos ingenuo que el maestro de Platón,
advirtió que conocer el bien no implica hacerlo, a no ser que el beneficio sea
propio y contra el prójimo. Por otra parte y a diferencia de lo que sostiene
este psicólogo inglés, ¿quién puede asegurar que comportarse bien con los demás
dará lugar a que ellos se comporten de igual manera con uno.
Por ejemplo.
El miedo ha salvado a nuestra especie. Sin miedo
la humanidad no existiría. Pero también hay muchas personas que no pueden
controlarlo y sufren ansiedad y angustia.
[J.M.P. No sólo ni fundamentalmente el miedo ha salvado a nuestra especie, pues
el valor, el arrojo, la valentía nos ha salvado también de innumerables
desgracias. Más allá de que el miedo sea causa o efecto de un malestar, lo que
hoy quiero subrayar, como vengo apuntando, es que por miedo o ignorancia, o por
las dos cosas, una persona no pregunte al texto, escrito o dicho, por las
cuestiones que el texto plantea. Sé la dificultad que eso comporta, sobre
manera para las personas que no se han psicoanalizado, hecho que denuncia la
malsana identificación inconsciente de no pocos al discurso del amo, ya sea
académico o alternativo.
El miedo actual y coyuntural no puede por sí solo ser la causa de una neurosis. Es más, las neurosis actuales tienen habitualmente una causa estructural, o sea, hay algo que no funcionó en los primeros años de la vida de una persona, y ese déficit en la constitución subjetiva, por decirlo así, siempre espera un suceso para manifestarse en el síntoma, denunciando así el déficit originario.
Por otra parte, si existe un miedo auténtico ese
no es otro que el que debería sentir la persona que está atrapada en el abrazo
materno, alienada en el goce de la primera infancia, pues ese es el estrago
causante de los mayores pesares. Indico que debería ser así porque el sujeto
humano, por el contrario, teme verse separado del goce de aquel abrazo real o
imaginado. Tal es una de las paradojas esenciales del sujeto humano, paradoja
que recoge la expresión freudiana «El hombre no desea su bien». Se conoce que
la separación es la condición de la salud, pero solemos resistirnos a ella.
Además, la separación puede ser correlativa al miedo y a la culpabilidad que
algunas personas experimentan por los deseos de la primera infancia. Deseos
como matar al padre para ocupar su lugar en el deseo de mamá. Y es que al padre
se lo percibe como aquel que se entromete en la primigenia relación idílica, y,
por lo mismo, el que hurta un objeto que imaginamos exclusivo de nuestro goce.
El miedo es pues a la separación del abrazo materno. Pero se trata de una
separación necesaria, como acabo de señalar, ya que la separación, siendo la
condición de la salud, es por lo mismo el origen de la madurez, la autonomía y
el crecimiento personal, aspectos que suponen la superación del goce primario y
paranoico de la primera infancia para poder gozar de los objetos suplencias del
objeto perdido para siempre.
¿Puede ser más concreto?
El miedo a un accidente salva vidas cada día,
pero ese mismo miedo, cuando degenera en un trastorno obsesivo compulsivo, hace
que el conductor obsesionado revise veinte veces los frenos o el cinturón.
[J.M.P. Tarrier no parece que se haya propuesto
ir más allá de lo banal. El problema es que lo banal impide conocer lo
fundamental y esencial de los asuntos que él mismo plantea. El miedo, tal como
este psicólogo lo entiende, no genera una neurosis obsesiva.]
¿Le ha pasado a usted algo parecido?
Tuve un ataque de ansiedad bajo el agua cuando buceaba.
Creí que no podía respirar. Intenté frenar el pánico recordando lo que llevo
media vida aconsejando: «Corrige tu conducta con el pensamiento». Y me dije a
mí mismo: «Nicholas, el equipo funciona, así que, si te tranquilizas, podrás
respirar.»
¿Funcionó?
No, cada vez tenía más ganas de huir: salir a la
superficie y respirar, pero eso hubiera precipitado la descompresión con
fatales consecuencias. Me concentré en pensar hasta que encontré la idea que me
desbloqueó: «¡Ya estás respirando, porque si no respiraras, estarías muerto! O
sea, que relájate y respira». Entonces funcionó. Lógica inmediata.
El pensamiento corrigió la conducta.
Cito el caso porque ejemplifica el gran error
habitual de seguir conductas de huida que perpetúan y agrandan los problemas,
aunque la gente crea que la ponen a salvo.
[J.M.P. Las cosas puede que hayan sido como se
nos dice. Por el hecho de ser citado, este ejemplo debe ser entendido como uno
de los descubrimientos esenciales de la psicología cognitivo conductual. De ser
así estaríamos ante una reedición de una recomendación conocida desde hace
cientos de años, conocida también por los que no han pasado por la Universidad
y no son psicólogos.]
¿Los conflictos de la vida cotidiana deben
plantearse o rehuirse?
No corra, no huya, pero tampoco plante cara
agresivamente. Analice su problema a fondo y negocie una solución. Pero, sobre
todo, antes de actuar, anticipe siempre las consecuencias de cada paso que da.
Y no lo dé si no sabe hacia dónde le va a llevar.
¿En qué sentido?
Antes de actuar plantéese qué quiere conseguir y
cómo conseguirlo. Ese planteamiento ya es en sí un primer éxito, porque si uno
mismo no se permite enfadarse, ya ha empezado a encontrar una solución: ha
controlado su agresividad.
[J.M.P. Pero ¿qué ocurre si tras ese razonamiento uno sigue enfadado, si sigue
estando mal con él y con los demás? La conocida solución que Tarrier nos
propone no funciona. Y es que no ha tenido en cuenta, entre otras cosas, la
causa del problema, una causa que puede ser inconsciente, y que de ser sí
actuaría de espaldas del afectado, de espaldas del que ha quedado elidido
también del planteamiento del psicólogo.
Si algo hay que advertir en no pocos terapeutas,
y más habitualmente en maestros, yoguis, gurús y sanadores de todas las épocas
y procedencias, no menos que en este psicólogo cognitivo conductual, es el
inconmensurable narcisismo que denuncia desear que el hombre se reduzca al Yo,
que se agote en la conciencia, y así en la conducta racional y aun emotiva.
Algunas personas no se arredran tampoco a la hora de desempolvar patéticas y siempre paranoicas tesis, como las del filósofo Pitágoras de Samos, o del celebérrimo y misógino por excelencia Platón. Este último aseveraba sin empacho que el hombre albergaba un corpúsculo divino, una partícula del Alma del Mundo, pues tal era su procedencia y su vinculación con el Kosmos. Extraviados en lo intelectual y ajenos a la ética clínica, los acólitos de la llamada medicina cuántica, entre los que se cuentan algunos físicos tocados por la espiritualidad más disparatada, al enfatizar la noción de energía y con ella la vinculación o interconexión entre el macrocosmos (Universo) y el microcosmos (hombre) reducen a éste, ya no tan sólo al Yo-conciencia, como era deseo de Descartes, Leibniz y Hegel, pues al actualizar a los filósofos más antiguos y místicos agotan al sujeto humano en una Conciencia Pura y Divina.]
Pero soltarse también es un desahogo.
Siempre es el reflejo de una impotencia; además,
piense siempre: «¿Adónde me lleva?»
Si no hago daño a nadie, chillar alivia.
En vez de abandonarse a la espiral de las
reacciones, vuelva a los fundamentos y relajará su tensión. Si el conflicto
estalla, por ejemplo, en su oficina, piense que su objetivo allí es tener un
entorno agradable y una relación racional con sus compañeros.
Sentido común, pero no fácil de lograr.
Pues antes de hacer nada, recupere el control
sobre usted mismo: respire. Ya ve, se trata de volver de nuevo a lo básico en
vez de huir hacia el descontrol. Cuando controle la emoción, ya podrá volver a
usar su sistema 2: el raciocinio. Ya no será un animal.
[J.M.P. Controlar las emociones. He aquí una de las ideas fundamentales de la
psicología cognitivo conductual. Loable, sin duda, pero poca cosa, en verdad,
pues para ese viaje no se necesitan tales alforjas, como alguien podía añadir.
Y tendría razón. Tanto más porque el control de las emociones por el
pensamiento racional y el análisis de la situación conflictiva era ya conocido
y aconsejado por los filósofos morales de la antigua Grecia, por cierto y como
es conocido, con escaso o nulo éxito.]
¿Y si se me va la pinza y no controlo?
Abandone el escenario donde ha perdido el
control de sus emociones y vuelva sólo cuando lo haya recuperado. Trate
entonces de racionalizar la situación y explicarla.
Supongo que usted se enfrenta a diario a
problemas peores.
A mis pacientes esquizofrénicos que oyen voces
les doy siempre el mismo consejo: «No huyas de ellas, ni las ignores:
afróntalas y razona con ellas». De nuevo, recuerde que cuando trata de huir de
un problema, suele empeorarlo. La huida aumenta el riesgo.
Es el primer recurso del débil.
Trato también muchos casos de shock
postraumático. Es muy habitual que un paciente sufra flashbacks (recuerdos
recurrentes) del momento de un accidente de automóvil. Esos recuerdos degradan
su vida.
Es cuestión de sobreponerse.
De higiene mental: el pensamiento lleva a la
emoción y la emoción a la conducta. No huya del pensamiento: ¡afróntelo!
Razone.
¿Cómo?
La señora víctima del accidente también trataba
de evitar recordarlo: huía. Pero la técnica adecuada es la contraria: evocarlo
con toda nitidez y cuantas más veces, mejor.
¡Qué mal trago! ¿Para qué repetirlo?
Cuando ella trataba de evitar el recuerdo, no
podía conducir o iba ridículamente lenta porque temía recordarlo de repente y
paralizarse y tener otro accidente, pero cuando conseguí que buscara ese
recuerdo, al principio fue peor, sufrió una angustia enorme.
Comprensible.
Pero, poco a poco, a fuerza de enfrentarse a su
miedo y evocar el choque una y otra vez, en su mente el trauma pasó de ser
presente a convertirse en ya pasado. Y así lo superó.
Se trabajó su problema.
Es una sencilla técnica que todos podemos
ejercitar para poner nuestro cerebro a trabajar para nuestro bienestar.
[J.M.P. No hay duda de que es una técnica sencilla, además de conocida, y
también inoperante. El gran Otro social ofrece al hombre desde antiguo y más
aún en la postmodernidad muchas ideas e innumerables objetos para zafarse de
los problemas, mientras que el dicho aconseja: «A las penas puñaladas». El
alcohol, el tabaco, las drogas, la adicción al trabajo, al deporte, el móvil,
los viajes y/o las compras compulsivas son recursos frecuentes en el intento
imaginario de escapar de los problemas que acucian a las personas en la época
actual. Pero si estos medios o la razón logran un efecto positivo, incluso
solucionar alguna de las situaciones que presenta Tarrier, será, entre otras
cosas, porque esas situaciones no tienen más motivación que la actual, ninguna
relación con la historia de la persona que la sufre, además de una intensidad
tan baja como para que una sola idea o pensamiento las reprima o solucione. Y
en muchas ocasiones es así. Es decir, un pensamiento, una palabra pueden con
una emoción o una conducta dolosa. Pero sería ingenuo y aún temerario
generalizar esa archiconocida recomendación. A los partidarios de la psicología
cognitivo conductual les trae sin cuidado e incluso llegan a aborrecer las
cuestiones esenciales y fundamentales que afectan al sujeto humano. Así lo
denuncia, por ejemplo, su malsana y siempre narcisista inclinación de reducir
al género humano al pensamiento y la motivación conscientes, más propias de los
animales, por lo que se han ganado el calificativo de antihumanistas.]
Girona, septiembre 2012
José Miguel Pueyo
Kan Yuen
Només per la debilitat de la cultura postmoderna,
així com pel gana de nous objectes que caracteritza al desig humà, i molta,
molta ignorància clínica i epistemològica, tot això amanit amb quantitats
monumentals de demagògia, poden avalar formes de pensar i fer tan pintoresques,
antigues i lesives per al cos, la ment i la intel·ligència com les idees de Kan
Yuen. (Que això esdevingui a Barcelona, i que es vulgui presentar com a
primícia terapèutica i de desenvolupament moral, resulta com menys patètic i no
diu gens favorable de l'oferta cultural del nostre país, més que res per la
prioritat que des d'aquí se li atorga).
Josep Miquel Pueyo